Escrito por: 9:11 pm Política

La Reforma de la Justicia en Bolivia: un Laberinto de Retos e Impugnaciones

La reforma judicial en Bolivia enfrenta desafíos significativos que van más allá de cambios normativos superficiales. Para lograr una transformación efectiva, es crucial eliminar los “códigos ocultos” y trabajar en la construcción de un sistema judicial más accesible, eficiente y libre de corrupción.

Los códigos ocultos en las instituciones de justicia

Reformar la justicia en Bolivia representa una necesidad imprescindible. Sin embargo, las dificultades institucionales, políticas y burocráticas, constituyen uno de los retos más trascendentales en la historia democrática desde 1982. Uno de los principales ejes de análisis y transformación, es aquello que no se ve detrás de los entramados organizacionales de los juzgados y el Ministerio Público: la cultura y prácticas burocráticas “ocultas” que tienen un peso enorme durante el funcionamiento de la justicia; esto es lo que, en gran medida, gobierna las técnicas corruptas en los ámbitos del Poder Judicial, aquello que se esconde pero se practica sin restricciones, generando un laberinto de acciones ineficientes y, al mismo tiempo, de procedimientos engorrosos o formalismos asfixiantes que no aplican la ley, sino que la maquillan en el marco del refrán: “cambiar para que nada cambie”. Normas no escritas y estructuras que perpetúan la ineficacia y la descomposición dentro del sistema judicial

El movimiento real de la justicia referido a los procesos y trámites, encaja dentro de la expresión conocida como “detrás de bambalinas”. El significado es, por demás, explícito porque se refiere a lo que sucede en un escenario teatral, pero no puede ser visto por los espectadores; es decir, las bambalinas muestran aquellos acontecimientos que van desarrollándose en forma confidencial y lejos del escrutinio público (en secreto). Esto es lo que debe analizarse con detenimiento en la crisis actual de la justicia donde imperan conductas solapadas, las cuales son ampliamente aceptadas por la gran mayoría de los abogados: entregar coimas, retardar la justicia, someter los procesos a la denominada chicana y, por supuesto, amedrentar a los ciudadanos con una serie de tretas jurídicas que reproducen, sin cesar, las injusticias en la sociedad.

Lo que sucede entre bambalinas al interior de la justicia en Bolivia, muestra la existencia de una clara intención para actuar de una manera encubierta o en la intimidad para romper la ley y, sobre todo, para evitar cualquier tipo de rendición de cuentas. La crisis de la justicia sucede, prácticamente, en toda América Latina donde los gobiernos y las sociedades civiles perciben la retardación de justicia, estrechamente unida a los fenómenos de corrupción y corruptibilidad, aspectos que representan una verdadera amenaza que siempre afectará la gobernabilidad democrática.

La corrupción es la mejor forma de dilapidar y mal utilizar los recursos financieros que provienen del Estado. Toda la estructura de tribunales, el consejo de la magistratura, la policía y otras redes institucionales de control constitucional cuestan millones a la democracia; no obstante, la crisis de la justicia no es un problema de presupuestos insuficientes para movilizar los aparatos burocráticos en los juzgados. La crisis es una combinación entre la falta de independencia del Poder Judicial en su conjunto, y el despliegue de la corrupción cuando los jueces y abogados supeditan todo trabajo al dinero fácil y a las influencias políticas del poder. La consecuencia directa es una institucionalidad anómala que va deslegitimando el Poder Judicial y haciendo ver que el mismo sistema democrático no vale la pena.

En casi todos los países latinoamericanos, curiosamente, se vienen implementando programas consagrados a combatir los fenómenos de la corrupción en el Poder Judicial, los cuales contienen diversos análisis del estado de situación de las cárceles, diagnósticos específicos sobre la justicia restaurativa y planes operativos en diferentes áreas y sistemas ulteriores de jurisprudencia bajo el control de tribunales constitucionales. Asimismo, varios programas de reforma incluyen un fuerte componente educativo, pero todo parece mantenerse igual, específicamente si nos concentramos en dos obstáculos estructurales:

  1. La persistencia de la corrupción y politización, pues las reformas judiciales en América Latina casi siempre están limitadas por la corrupción interna y la influencia política, lo que debilita la independencia judicial y afecta la legitimidad de los sistemas de justicia.
  2. La falta de implementación efectiva de las reformas que se recomiendan porque los esfuerzos para poner en práctica cualquier cambio estructural, caen en los agujeros de la falta de eficiencia, la ausencia de voluntad política y la resistencia de actores poderosos que impiden la obtención de mejoras sustanciales en la administración de justicia.

Lo mismo sucede en Bolivia, pues desde 1994, con la aprobación de la “Ley 1602 de Abolición de Prisión y Apremio Corporal por Obligaciones Patrimoniales”, se intentó combatir la retardación de justicia, descongestionar las prisiones y velar por el cumplimiento del debido proceso; sin embargo, en la actualidad, parece que nada es posible cambiar, ya que los jueces, fiscales, abogados y policías siguen envueltos en casos de corrupción y escándalos políticos de todo tipo, como hace 50 años.

Las probables soluciones giran en torno a la comprensión y análisis de los “códigos paralelos, ocultos e informales” que rigen la conducta cotidiana de numerosos jueces y empleados del Poder Judicial. Estos códigos no escritos son ejecutados cada día y se extienden también hacia la formación de los abogados en la universidad donde aprenden los conocimientos básicos del derecho, junto con algunas distorsiones que, en la práctica profesional, les permitiría ganar un caso u obtener beneficio del sufrimiento de las víctimas de la injusticia. No es raro escuchar decir en las facultades de derecho que la “práctica” empujará a los nóveles abogados hacia una dimensión donde la dura realidad, terminará imponiéndose por encima de cualquier actitud ética o conocimientos fundamentados sobre lo que es la justicia.

Entre los principales códigos disimulados dentro de la administración de justicia que es fundamental combatir, se encuentran:

  1. Mentir constantemente sobre los procedimientos para confundir a las víctimas y los delincuentes.
  2. Aprovecharse de las víctimas para obtener más dinero, aún a pesar de que todos los funcionarios judiciales tienen un salario. Es increíble ver a jueces y abogados que se comportan como si no tuvieran remuneración, motivo por el cual deben hacer lo más despreciable para sobrevivir y conseguir recursos mal habidos, distorsionando los plazos judiciales y favoreciendo despreciables artimañas, pues predomina una relación de poder donde se considera que “debería” imperar la lógica del más fuerte y el culto a la personalidad de jueces autoritarios.
  3. Bloqueos permanentes en el acceso a la justicia. Esto crea una brecha significativa en el acceso a servicios legales adecuados por parte de aquellos que tienen dinero y conexiones, frente a las personas que no poseen recursos económicos para seguir un juicio o lograr sentencias que beneficien a los más pobres.
  4. Ineficiencia, pues los sistemas judiciales tropiezan con procesos que se retrasan y encuentran decisiones injustas, debido a la resistencia de abogados y funcionarios que se benefician de los códigos ocultos y sabotean las reformas.
  5. Corrupción sofisticada, ya que ésta ha evolucionado de actos aislados, hacia una red que involucra a casi todos los abogados, jueces y funcionarios judiciales.
  6. Falta de compromiso político para implementar reformas efectivas, ya que muchos caudillos carecen de incentivos para promover cambios duraderos, debido al temor a dejar de tener poder o influencia.
  7. Escaso prestigio profesional, pues existe una enorme percepción negativa sobre el trabajo en el sistema judicial, lo cual desincentiva a los mejores abogados para trabajar en aquél. Esta situación da como resultado la existencia de instituciones judiciales compuestas por individuos incompetentes y poco probos, afectándose seriamente la calidad de las decisiones judiciales.
  8. Influencia de poderes externos, sobre todo en los casos donde las reformas suelen estar influenciadas por agendas muy politizadas, lo que conduce a soluciones que no se alinean con las necesidades reales en la búsqueda de justicia.

La reforma judicial en Bolivia enfrenta desafíos significativos que van más allá de cambios normativos superficiales. Para lograr una transformación efectiva, es crucial eliminar los “códigos ocultos” y trabajar en la construcción de un sistema judicial más accesible, eficiente y libre de corrupción.

Las triquiñuelas que ser realizan “detrás de bambalinas”, conforman una compacta cultura antijurídica que regula casi todas las instituciones importantes del Poder Judicial. La comprensión y destrucción del carácter, extensión y profundidad de esta cultura paralela permitirá un cambio realista.

La reingeniería institucional en el Poder Judicial equivale a una reforma que comience en las universidades, por medio de varios programas educativos consagrados a disminuir los fenómenos de corrupción, y a través de la capacitación de jóvenes estudiantes en la búsqueda de la “justicia” como el eje principal para el ejercicio de la profesión. La reforma judicial exige un abordaje filosófico, afincado en una nueva ética profesional del siglo XXI y sustentado en los cánones del Estado de Derecho.

Buscar la justicia como “valor elemental” para el ejercicio del derecho, tiene el propósito de enfrentar la retardación de justicia, así como las influencias perversas que reproducen abominables conductas de manipulación en los aparatos judiciales, como el hecho de servirse siempre de los más débiles y favorecer a los delincuentes que han sido condenados con penas rigurosas. La comprensión de los códigos ocultos en la práctica del derecho se enmarca en una línea de acción que, necesariamente, deberá posibilitar y acelerar la reforma político-institucional de la justicia. La lección parece ser muy simple: cuáles son las directrices para materializar la justicia y cómo luchar permanentemente contra toda clase de injusticias.

Una recomendación: cambiar la cultura del mero formalismo

Cuando en Bolivia se habla de las reformas institucionales en la policía, el sistema judicial, y hasta en las organizaciones educativas y la misma estructura burocrática de todo el Estado, nadie se pone a pensar realmente qué significa transformar las instituciones en la realidad práctica. Cuánto cuesta en términos de tiempo, dinero y estrategias viables que den resultados positivos. Es fácil hablar, pero los especialistas se dan cuenta de que, muchas veces, todo es demagogia, especialmente cuando la justicia se politiza y cuando consideran al cambio institucional como un pretexto para dejar las cosas tal como están.

Un obstáculo profundo es aquel que se presenta cuando hay una confusión entre institución y organización. Por lo tanto, es esencial reflexionar primero sobre cuál es la “cultura organizacional” que existe en Bolivia, la misma que se caracteriza por el mero formalismo. En el país, la mayor parte de las instituciones judiciales carecen de una práctica organizativa que considere seriamente la formulación de su misión, objetivos, o el análisis de los escenarios institucionales interno y externo, con el propósito de planificar claramente el logro de resultados con alto valor público y con el objetivo de tomar decisiones de manera profesional, identificando soluciones efectivas para los problemas más apremiantes. Al mismo tiempo, las organizaciones del Poder Judicial, tampoco tienen un método transparente para el reclutamiento de personal, apto y éticamente capaz de enriquecer la estructura organizacional.

Por lo general, si se formulan la misión y visión organizacionales, éstas representan únicamente algo discursivo, una declaración teórica de principios que no es asumida como un compromiso de liderazgo, vida gratificante y cumplimiento efectivo en la experiencia real. En Bolivia, las instituciones judiciales poseen una estructura organizacional caracterizada por el centralismo de la autoridad, funciones repetitivas, rutinas para ganar dinero “de sentado” y procedimientos poco sólidos para mejorar o alcanzar la excelencia, a través de un conjunto de indicadores que midan los avances hacia adelante y otorguen una satisfacción ciudadana a quien deberían servir con eficiencia.

Si analizamos al Ministerio Público y al Consejo de la Magistratura como organizaciones, se puede evidenciar que son entidades inertes, llenas de “ambiciones teóricas” y comportamientos rentistas. Cumplir por cumplir. Ganar un sueldo y contratar personal mediocre o, mejor todavía, articular ciertas convocatorias para favorecer a familiares y amigos, aunque ejecutando procedimientos formales que aparentan imparcialidad. Algunas convocatorias para profesionales, de antemano ya tienen un ganador que sale de las decisiones del reclutador y no de las exigencias de calidad en los procedimientos y objetividad en la selección de los méritos. Posteriormente, se llenan formularios e informa sobre procesos exitosos que, finalmente, terminarán en la usanza de siempre: todo igual de deficiente y sin perspectivas de mejoramiento organizacional.

Los formalismos serán aplicados en el llenado de informes, aunque sin una capacidad para lograr un aporte eficaz en el juego de resultados positivos, sobre todo cuando se compara el desempeño organizacional con otros países, con instituciones más competitivas y, especialmente, cuando se confronta la organización con el bienestar y la legitimidad de la gente que busca justicia. En el fondo, muchos burócratas trabajan satisfechos en las organizaciones del puro formalismo, esperando un salario y girando sobre el mismo eje rutinario, años de años.

El especialista argentino en administración pública, Mario Krieger, afirma acertadamente que una organización es “el conjunto interrelacionado de actividades entre dos o más personas que interactúan para procurar el logro de un objetivo común, a través de una estructura de roles, funciones y una división del trabajo”. En la sociedad moderna, el ser humano descubre que no tiene la habilidad, fuerza, tiempo y resistencia para satisfacer sus necesidades y deseos por sí solo; entonces, en la medida en que varias personas interactúan y coordinan sus esfuerzos, los hombres descubren que con otros seres humanos se puede hacer más, que siendo un conjunto de individuos solitarios y aislados. La organización más incluyente es, en el fondo, nuestra sociedad que hace posible, a través de la interrelación coordinada de actividades de cada uno de sus miembros, la satisfacción de las necesidades individuales y de grupo.

Este es el corazón de las organizaciones eficientes: plantearse una “colaboración eficaz”, desarrollar redes de confianza, un esfuerzo coordinado por el compromiso y un sudar placentero al estar aportando para el mejoramiento de los demás, de uno mismo y de toda la sociedad, sabiendo que, en el trabajo, uno es capaz de entregar lo mejor como profesional y como persona. Una institución es un sistema organizado de normas (previstas en la Constitución Política y el patrimonio normativo del Estado) y un conjunto de relaciones sociales que expresan valores y procedimientos comunes, destinados a satisfacer las necesidades fundamentales de la sociedad.

Los problemas en el sistema judicial, además de la corrupción, están en las estructuras organizacionales de los juzgados y los institutos de investigaciones forenses, en las investigaciones policiales, en cómo se ejerce la práctica de la abogacía, en el incumplimiento de la ley desde los tribunales y en cómo se entregan los servicios de justicia sin calidad efectiva. ¿Entonces, de qué manera son cumplidas la misión, visión y los objetivos institucionales? En el Poder Judicial no hay una congruencia entre las funciones que se ejercen, la práctica honesta de los planes estratégicos, el reclutamiento sensato de los mejores recursos humanos y la ética profesional para demostrar que lo que se dice, se hace honradamente frente a cualquier ciudadano. Es vital exigir organizaciones que demuestren excelencia, porque el país está estancado en formalismos institucionales que se caracterizan por el refrán: “se acata, pero no se cumple”.

El cambio no es fácil, pero empecemos cuanto antes, impulsando una reforma organizacional de verdad en todo el sistema de justicia. Por esto, el primer paso es ser “honorables” para dejar atrás los formalismos y cumplir con las normas y con lo que exige la Constitución Política. La idea no es solo ganar dinero, sino sentirse feliz por proteger la ley y brindar la satisfacción que esperan los ciudadanos y los valores de la justicia en un Estado de Derecho.

Bibliografía

Carothers, Thomas (2001). “Many Agendas of Rule of Law Reform in Latin America”; en: Pilar Domingo y Rachel Sieder (comp.). Rule of Law in Latin America: e International Promotion of Judicial Reform. Londres: Institute of Latin American Studies, University of Lon don, pp. 4-16.

DeShazo, Peter y Vargas Juan Enrique (2023). Evaluación de la Reforma Judicial en América Latina. Santiago de Chile: Centro de Estudios de Justicia de las Américas, CEJA.

Gallardo Sejas, Karem, et.al. (2022). Justicia, la reforma impostergable. La Paz: Fundación Friedrich Hebert, Serie Conversatorios en Democracia.

Lista, Carlos A. (2008). “La justicia en riesgo: el banco mundial y las reformas judiciales en Latinoamérica”; en: Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales (CIJS). Anuario 2008, Buenos Aires: Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Córdova., pp. 739-758.

Marisa Ramos Rollón (2017). La efectividad de las políticas de justicia de la última década en América Latina, Revista del CLAD, Reforma y Democracia, No. 68, pp. 5-42.

The World Bank (2012). The World Bank: New Directions in Justice Reform A Companion Piece to the Updated Strategy and Implementation Plan on Strengthening Governance, Tackling Corruption. Washington D.C.: The World Bank.


El absurdo encanto de la pena de muerte

La crisis insoluble del sistema judicial en Bolivia es, simplemente, tormentosa. Lo más impresionante es la bajísima calidad intelectual y profesional de la gran mayoría de abogados y jueces que no pueden dar recomendaciones viables y, mucho menos, honestas para reformar el Poder Judicial. En medio también se encuentran aquellas autoridades que, azoradas por crímenes espantosos como los infanticidios de un psicópata en la ciudad de El Alto, el 8 de marzo de 2024, exigieron “mano dura”. Esto estimuló, una vez, viejas propuestas sobre la pena capital, algo imposible de ponerse en práctica pero que trasluce un sentimiento de venganza, autoritarismo y desesperación.

Quienes defienden la pena capital son cultores de la muerte, adoradores del instinto de placer al sacrificar con sangre cualquier vida humana o animal. Lo pulsional, el deseo de poder y las ansias de destrucción de los otros, son aspectos que destacan en los caracteres y personalidades sumamente autoritarias y violentas, cuya imaginación por hacer el mal se degrada en propuestas banales que, en el fondo, desconocen cualquier derecho.

En América Latina, la discusión sobre la pena de muerte está influenciada por dos factores: primero, por los regímenes democráticos donde rige una Constitución Política que privilegia los derechos fundamentales; es decir, aquellos derechos básicos que todas las personas tienen y que los gobiernos están obligados a proteger dentro de su ordenamiento jurídico. El “derecho a la vida” es un derecho fundamental y no puede ser vulnerado por ningún motivo, mucho menos por la pena de muerte.

En segundo lugar, el aumento de las tasas de homicidio, feminicidio, infanticidio y violencia que provienen del caos social, el crimen organizado y el tráfico de drogas, incita a replantear la pena de muerte como una solución para controlar o reducir drásticamente el incremento de los delitos graves en contra de las personas, cuando de lo que se trata es de reformar el Poder Judicial y tener jueces probos que apliquen la ley sin presiones políticas o sin corrupción.

El choque entre la defensa de los derechos constitucionales que se oponen a la pena de muerte, y la presión para escarmentar a los delincuentes con penas extremas, hace que la discusión sea abordada con mucho cuidado. Sin embargo, debe quedar claro que es negativo y antidemocrático proponer la pena de muerte en el siglo XXI, debido a que es más importante la defensa firme de la Constitución Política en cualquier democracia; además, Bolivia debe cumplir con la Convención Americana de Derechos Humanos (vigente desde julio de 1978) que, en el ámbito transnacional, se opone abiertamente a la pena de muerte. La Convención establece, en su artículo 4 (Sobre el derecho a la vida), que toda persona tiene derecho, justamente, a que se respete su vida.

En los países donde aún no se abolió la pena de muerte, ésta sólo puede imponerse por delitos muy graves, cumpliendo con sentencias ejecutoriadas, procedentes de tribunales competentes y en conformidad con una ley que establezca tal pena, dictada con anterioridad a la comisión del delito.

Las naciones latinoamericanas que se consideran democracias, han ratificado en diferentes oportunidades la Convención de Derechos Humanos y, entonces, no hay lugar razonable para una discusión, ni legal, política o filosófica que viabilice la pena de muerte. La Convención reconoce el derecho a la vida como el núcleo para la toma de decisiones judiciales y el funcionamiento de todo Estado de Derecho.

En América Latina, prescindiendo de países como Cuba y Estados Unidos, no existe la pena capital como un castigo extremo o ejemplarizador que pueda aplicarse dentro del derecho penal. Los países que abolieron por completo la pena de muerte, son: Bolivia, Argentina, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela.

En el caso de Cuba, la pena de muerte se aplica a delitos de carácter político como la traición a la patria, terrorismo, el tráfico de drogas que involucre a altos dignatarios del Estado (como la conocida sentencia del general Arnaldo Ochoa en 1989), y el espionaje. Lo que predomina aquí es el uso arbitrario, instrumental y completamente dictatorial de la pena de muerte, sobre todo cuando existe una gran cantidad de presos políticos.

El argumento a favor de la pena de muerte afirma que sería el único castigo proporcional al homicidio u otros delitos graves. En el fondo, es una especie de Ley del Talión, una venganza que sería capaz de “equilibrar” la balanza entre el perpetrador del delito, la víctima y sus familiares que esperan una restitución, frente al dolor y el daño de soportar un asesinato, feminicidio, infanticidio o violación con muerte. La fuerza de este argumento es vista como algo necesario cuando existen situaciones de descontrol social como el incremento de delitos graves y otras formas de violencia que desatan el miedo de la gente a estar siendo amenazada o sometida a los instintos más bajos de maniáticos que no tienen ningún respeto por los derechos de cualquier ciudadano. En este caso, sería “justo” matar a los delincuentes que socavan la estabilidad social y los fundamentos de la justicia.

En las democracias, sin embargo, lo que predomina es un Estado de Derecho, un Poder Judicial independiente y un equilibrio de poderes para evitar la concentración del poder y el abuso de cualquier autoridad pública. Por lo tanto, la pena de muerte no puede ser considerada como una medida justa porque son los derechos fundamentales los que predominan, privilegiando de la supremacía de una Constitución.

En Bolivia, la pena de muerte tampoco existe en el código penal desde 1971, lo cual fue reforzado por la predominancia del sistema democrático que se instauró desde octubre de 1982. La Constitución promulgada en 2009, establece, en su artículo 15, la abolición de la pena de muerte en todas sus formas: “toda persona tiene derecho a la vida y a la integridad física, psicológica y sexual. Nadie será torturado, ni sufrirá tratos crueles, inhumanos, degradantes o humillantes. No existe la pena de muerte (…)”.

Si bien Bolivia proscribió la pena de muerte, tratando de cumplir con la mayoría de los estándares internacionales de derechos humanos que prohíben esta práctica, las presiones sociales reintrodujeron un debate sobre la pena de muerte, al relacionar situaciones macabras como la de Richard Choque, un asesino y violador serial. Este caso causó una terrible conmoción porque un juez acusado de prevaricato lo liberó en diciembre de 2019, a pesar de que Choque fue sentenciado con la máxima pena de 30 años sin derecho a indulto. Autoridades del sistema político y los medios de comunicación volvieron a poner sobre la mesa de discusión la utilidad de retomar la pena de muerte. Esto es, sencillamente, un patrón autoritario que estimula la violencia disfrazada de demandas sociales para controlar los homicidios.

Sin importar cuan atroces haya sido este y otros hechos, el sistema penal en Bolivia suscribe y se adhiere a la Convención Americana de Derechos Humanos, donde la pena de muerte no puede restablecerse bajo ningún motivo. La pena capital es un castigo inhumano, corroe y anula el sentido de justicia en la sociedad porque, tranquilamente, puede convertirse en un acto de venganza política, represión y errores despreciables en manos de jueces que, si se equivocan, provocarían daños irreversibles, en caso de condenar a un inocente.

Los jueces corruptos o la politización de la justicia, harían que la pena de muerte se utilice con propósitos manipulados, haciendo que todo esfuerzo por administrar justicia, esté sometido a intereses oscuros. Asimismo, las actuales condiciones de anomia social, es decir, de desorden, caos y crisis de credibilidad profunda de los sistemas judiciales en distintos países de América Latina, hacen que parezca lógico replantear la pena de muerte como una política deseable. Sin embargo, esto es una falacia porque, precisamente en condiciones de anomia o de injusticias reiteradas, la pena capital fomentaría el odio desmedido y una serie de represalias porque muchos ciudadanos tomarían la justicia por mano propia, agravando la desinstitucionalización de los sistemas judiciales. Esto es lo que ocurre en países como México, El Salvador, Colombia, Nicaragua, Venezuela e inclusive Bolivia, donde hay casos lamentables de linchamientos o ejecuciones extrajudiciales que echan abajo las instituciones del Estado y generan una mayor violencia.

En la actualidad, inclusive la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya no prevé la imposición de la pena de muerte. El “Estatuto de Roma” (el tratado fundacional de la CPI) establece que la corte juzga crímenes de guerra, de lesa humanidad, genocidio y crímenes de agresión, pero sin considerar a la pena de muerte como castigo. La CPI puede imponer penas de prisión, multas y otras medidas correctivas, anteponiendo el respeto de los derechos humanos y la dignidad de los individuos. La prohibición de la pena de muerte refleja este enfoque.

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