El lenguaje y la escritura representan las expresiones simbólicas más creativas y humanas de la cultura. El lenguaje, dice el autor, se construiría entonces como un proceso de metaforización imparable. La metáfora cero sería la raíz de múltiples nuevas metáforas.
Todo signo está habitado por una historia en común, mínima o nuclear. Es un rasgo identificado que, de pronto, compartimos con alguien más, con muchos más.
Los signos se multiplican y constelan de repente un código, que sostiene el sentido del mundo que vivimos.
Por eso, a veces la melancolía asoma a los ojos de quien ve un signo cercano sin comprenderlo del todo; es decir, sin acceder a la constelación del que forma parte.
Aun sabiendo que en tal signo está cifrada una historia en común, no leemos su escritura sino hasta que germinan sus relaciones. Y por escritura nos referimos a todas las signaturas humanas que tocan y trastocan el mundo: las de arcilla, los petroglifos, los indescifrados quipus, las signaturas arquitectónicas de Puma Punku.
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Del imperio romano a la expansión del cristianismo, del latín medieval al caudal de las lenguas romances, el abecedario latino –que usamos aquí– es actualmente el alfabeto más extendido del mundo. Su origen parte de versiones y variaciones del alfabeto etrusco y éste, a su vez, del griego simplificado.
El último relato de las Fábulas de Cayo Julio Higino (64-17 a.C.) cuenta el camino geográfico y mítico que habría recorrido el alfabeto latino para tomar forma (siempre embrionaria).
Desde las tres parcas –que inventaron siete letras griegas–, pasando por Mercurio, Simónides, Epicarmo y Evandro –quienes añadieron cada cual algunos signos y llevaron el alfabeto a Italia–, hasta Carmenta, diosa de la profecía que “las modificó en quince letras latinas” (cclxxvii: 2) para que, finalmente, Apolo añada las últimas letras con su cítara.
Esta fábula, además, trae un título conmovedor: Los primeros inventores de cosas. Aunque la fábula comienza con el origen de la escritura, continúa hasta la invención de la palestra griega, de la doma de bueyes, del sembrado de trigo, de la invención de la harina y de las naves. Y es que la escritura, al organizar relaciones entre las cosas percibidas, las materializa en un mundo que ya había estado inventando.
文
文 es la forma de escribir escritura en chino. Y se pronuncia Wén. En otro tiempo, 文 daba la idea –sobre todo– de trazos.
Siendo un pictograma antiquísimo, 文 es uno de los cien más usados actualmente en el idioma chino (中文), y como radical puede designar un conjunto sencillo de rasgos, las vetas minerales, las grietas de la madera, las huellas de las patas de los animales sobre la tierra, las figuras en el caparazón de las tortugas, o un pequeño artículo de revista, los caracteres del alfabeto, la cultura, las reliquias, la literatura entera (文學), los rasgos que ligan las estrellas en constelaciones (天文學).
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Una escritura –al recodificarse en la materia de donde ha partido– plasma en ella su ímpetu de relaciones entre cosas y seres, entre objetos y subjetividades. Es la gramática humana que va infiltrando constelaciones de todo calibre en los espacios que ella misma diseña sobre la superficie. Enlaza y combina los signos del mundo en el que se inscribe y del que escribe.
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La china es la escritura viva más antigua del mundo (c. 1600 a.C.). Y su cultura está claramente hecha con los rasgos de esa grafía. Hay algo en su arquitectura, en su vestimenta, en sus expresiones, en sus rituales de comida y de sanación que parece hecho con los trazos de su escritura.
En este sentido, esta cultura (文化) mantiene viva la memoria de su propia formación en la escritura. Los rasgos de sus signaturas vienen repasando la superficie del mundo desde hace milenios.
En este sentido, esta cultura (文化) mantiene viva la memoria de su propia formación en la escritura. Los rasgos de sus signaturas vienen repasando la superficie del mundo desde hace milenios.
Qillqanuqtaña
Si recurrimos a la segunda parte del Vocabulario de la lengua aymara de Ludovico Bertonio (1557-1625) –aunque con la notación propuesta por la edición de Radio San Gabriel– vemos que la constelación de la palabra qillqa incluye: “afeitar”, pintar, rascuñar, dibujar en cántaros y vasos, escribir, enviar cartas, organizar papeles, “haber muchas nubes en el cielo”, cambiar de cara, hacer una lista, mezclar colores, embadurnarse con ellos, componer mentiras.
He entrecomillado dos astros de esta constelación.
En uno de ellos, “haber muchas nubes en el cielo” (qillqanuqtaña), Bertonio descuida la relación de qillqa con el resto del cielo.
En el segundo caso, tras el “afeitar” (qillqaña) –la acepción aparentemente más antigua– adivinamos el corte del vellón animal, el carmenado, el teñido y la configuración textil –escritura privilegiada en este lado del mundo, afecto a puntuar la proliferación divergente de la humanidad, la constante retroalimentación, en la urdimbre de centros y afueras.
La metáfora cero
Según ciertos estudios de neurocognición (Lamb, 1998; Lakoff y Johnson, 1999), el cerebro humano está equipado con un imperativo matemático que relaciona un objeto físico con una idea. Esta función operativa es aplicada a cada instante y va construyendo relaciones que forman predicativos para nuevas y más complejas construcciones.
El lenguaje se construiría entonces como un proceso de metaforización imparable. La metáfora cero sería la raíz de múltiples nuevas metáforas distintas entre sí, pero enlazadas. Es decir, un imperativo matemático que, si bien prolifera alocadamente, nunca pierde unidad.
Así como la metáfora cero, pensemos la signatura cero; es decir la primera materialización escritural de una idea, la conexión luminosa entre el mundo y la mente haciéndose marca física por vez primera.
Por eso, a veces la melancolía asoma a los ojos de quien no logra ver en su alfabeto la signatura del mundo y sueña la constelación de la que forma parte.
Colofón
En su traducción de un dermatograma aymara, Franz Tamayo se detiene en “un signo especialísimo [que] tiene la forma de dos triángulos insertos uno en otro por uno de sus ángulos” (96). El signo está formado por dos triángulos negros opuestos, como los dos recipientes llenos de un anguloso reloj de arena.
“¿Cuál es el origen de este signo? –continúa Tamayo– Lo ignoro; pero le doy una gran importancia, pues siempre aparece cuando hay que expresar la idea de ‘creación’; ‘obra’ y a veces significa también ‘mandato’, ‘ley’ y semejantes. A veces parece parado verticalmente, como al presente, y a veces inclinado a la derecha o a izquierda” (id.).
Bibliografía
Bertonio, Ludovico. 2011 [1612]. Vocabulario de la lengua aymara. Instituto de Lenguas y Literaturas Andinas-Amazónicas (ILLA-A): La Paz.
Higino, Cayo Julio. 2009 [1535]. Fábulas. Gredos: Madrid.
Lakoff, G., y Johnson, M. 1999. “Primary metaphor and subjective experience”. Philosophy in the flesh: The Embodied Mind & its Challenge to Western Thought. Basic Books, Nueva York: 45-59.
Lamb, Sydney. 1998. Pathways of the Brain: The Neurocognitive Basis of Language. John Benjamins Publishing Company: Amsterdam.
Tamayo, Franz. 2021 [1911]. “Un dermatograma aymará”. Authencia Americana, Secretaría Municipal de Culturas de La Paz: 93-102.